martes, 5 de junio de 2012

Espesantes

    - Hace falta el informe del Especialista....Ay, no, si ya está firmado por un Especialista...-

    - Claro, desde el 25 de Enero está firmado por mí que soy su Médico, Médico Especialista en Medicina Familiar y Comunitaria, como dice el informe.-

    - Ay, no. Pero eso no vale, tiene que ser un “Especialista de Especialidad”-

    - … -




Preferí callar (y otorgar). En parte. En parte cobardía, en parte cansancio de llevar un mes chocándome contra la misma pared. Harta de llevar toda la mañana saliente de guardia subiendo y bajando pisos de la gerencia tratando de saltar el maldito muro de la burocracia inútil. Y pensé, por consolarme, en lo que iba a escribir gracias a esa situación absurda, a ese diálogo de besugos. A ese sin sentido. Por eso me mordí la lengua. A fin de cuentas no dependía de esa administrativa que las cosas cambiaran.


El día de antes de la fecha de mi informe médico, hacía ya un mes, habíamos ido a casa a ver a Manuela. Le dolía mucho la espalda y no había nada que se lo pudiera quitar. No podía salir de casa. Juan no podía estar solo, cada día estaba peor. Cada día estaba menos.

Se subió el jersey y la combinación después de aflojarse la falda. Le dolía mucho, con cualquier movimiento, con cualquier palpación. Su preocupación no era el dolor. Era no poder seguir ayudando a asear a Juan, a meterlo en la cama o a cambiarle el pañal. No le gustaba molestar. Aunque sus hijas y sus nueras se distribuían bien las tareas, ella se resistía a que el dolor le impidiera seguir a la cabeza de la organización de la casa. El dolor también era en parte de alma.

Quería hacerse una radiografía. “Para ver lo que tengo”. Y es que es difícil explicar y entender que lo que tiene uno son los años.

Charlamos un rato, de pie en el salón de su casa. Traté de explicarle que la radiografía no quitaría el dolor. Que podíamos intentar medicinas diferentes a las que tomaba y que debía dejarse ayudar por sus hijas sin dejar de formar parte del cuidado de su marido y de las cosas de la casa, tarea de la que a sus 82 años aún no se había jubilado. Ni quería.

Me apoyé en la mesa para hacer la receta. De momento esperaríamos un poco a la radiografía. El faldón desprendía el calor del brasero y se agradecía. Hacía frío en el pueblo.

Con el rabillo del ojo noté que Juan, sentado en el sillón, se movía por primera vez desde que habíamos llegado Isabel, la enfermera, y yo. Lo miré buscando interaccionar con él a pesar de esa cara sin rostro, esa mirada que no veía y esa postura más de objeto que de persona.

Estaba rojo. Rojo intenso. Y los ojos, grandes, miraban. Y veían. Y tenían miedo. Y pedían ayuda. A penas podía moverse. Sus músculos no respondían. La tos, atrapada en su interior lo iba poniendo cada vez más rojo. Cada vez más asustado.

Al mismo tiempo, miré a la mesa. Delante de Juan había un vaso pequeño con agua. La baba salía por rebosamiento de la congestión de su cara y los ojos, cada vez más saltones, que nos buscaban.
La enfermera, que estaba al lado suyo, lo echó hacia delante y comenzó a golpearle la espalda. Como un coche sin batería, no acababa de arrancar.
Su cuerpo no respondía, aunque sentía que se ahogaba. Encogía los hombros en busca de la tos que no existía y el agua seguía danzando en una zona prohibida.

Su nuera lloraba inmóvil a mi lado, Manuela se agarraba a la mesa y lo miraba fijamente. La enfermera lo zarandeaba y golpeaba en la espalda con insistencia.

Se quedó callado. Nos temimos lo peor. Se echó hacia atrás y se apoyó en el sofá. Después de una pausa breve, respiró profundo y recuperó el aliento. Masculló más que palabras la saliva y los restos de agua y volvió a su mirar sin ver y a su rostro sin gesto. Después de su suspiro, vino el nuestro. Había pasado.

Había pasado esta vez. Su nuera me dijo que le ocurria mucho y que se agobiaban cada vez más. Que en una de esas se iba a quedar pero, de las pocas palabras que ya salían de su boca, la más persistente era la de “agua” y les daba mucha pena quitársela.


Hablamos de las gelatinas y su beneficio a la hora de dar sensación de humedad como el agua pero con la consistencia suficiente como para evitar malos tragos como el que habíamos presenciado hacía un momento. Juan ya no podría beber más agua.

Para las comidas no estaba teniendo mucho problema pero cada día que pasaba se cansaba más masticando y habían empezado a hacerle la mayor parte de las comidas en puré. Era buena idea, mantendríamos una alimentación completa y facilitaríamos que la tomara sin agotarse. Cada día estaba más consumido, cada día era más piel y hueso. Aunque el apetito no lo había perdido.

Les expliqué que existían unos polvos que espesaban los alimentos, sobretodo la parte líquida. Visto lo visto, había que tener cuidado. El cuerpo de Juan había perdido muchas facultades desde que se le diagnosticó del deterioro cognitivo, tragar era una de ellas y podía poner en riesgo su vida.

Quedé con su nuera en que pasara por la consulta. Hacía falta el visado de inspección para la primera receta.





Durante mi formación como Médico Residente, había visto a pacientes como Juan, deteriorados cognitiva y progresivamente en el hospital y muchas de las soluciones que yo les ofrecía venían de mis meses de rotación en Geriatría. Quizá junto con Cuidados Paliativos una de las rotaciones hospitalarias más productivas de cara a los problemas que, ya como adjunta, me estaba teniendo que enfrentar en el día a día de los pueblos. Pueblos envejecidos y en los que me estaba sorprendiendo con los grandes y buenos cuidadores, sin necesidad diplomas, que había. Hijos, nueras o sobrinas. Incluso vecinas.

Por todo esto, no acababa de entenderlo. No acababa de entender porqué después de cuatro años de formación y rotaciones en prácticamente todas las especialidades de un hospital, una prescripción y un visado tenía que hacerme sentir “de segunda”. Porqué aún teniéndolo todo a mi favor, resultaba tan difícil.

No acababa de entender que, aún teniendo la sensación de una batalla ganada por quien vino detrás de nosotros y peleó por el reconocimiento de la Especialidad de la Medicina de Familia, aún pensando que la figura del Médico de Familia se estaba separando de la de “médico recetador” y nuestra palabra iba ganándose el respeto que merecía, había que seguir pegándose contra la misma pared. La pared de no poder resolver las cosas por no ser “especialista”. Aún siéndolo.

Mi cabeza no paraba de dar vueltas mientras llegaba el ascensor a la planta baja de la gerencia: 

-¿De qué sirven entonces los cuatro años de residencia? ¿Cómo mejora la calidad de mi asistencia a la población si, aún sabiendo cómo abordar los problemas, mi práctica clínica no deja de depender de un señor sentado en un despacho frente a un ordenador que ni conoce al paciente ni forma parte (más bien estorba) de su abordaje Familiar y Comunitario?-

Y mientras esperaba y reesperaba en mi dia libre en aquella gerencia a que esa señora re-llenara el mismo -el idéntico- formulario de nutrición transcribiendo el que yo había enviado hacía un mes junto con un informe clínico detallado y redactado por mí de la situación basal del paciente y del porqué de la necesidad de ese espesante para evitar complicaciones, mi rabia aumentaba por momentos. Y no dejaba de venirme a la cabeza la cara roja y asustada de Juan. Y lo bien que lo cuidaban sus hijas y sus nueras. Y lo clara que era la decisión. Y lo poco que entendía esa pérdida de tiempo. Un maldito mes.

Cuando precisamente cosas así son las que menos me gustan del día a día de mi trabajo y las tengo que hacer por narices. Los justificantes. Los partes de baja. Los informes para el balneario. La receta electrónica. La burocracia impuesta en las consultas de Atención primaria. Y cada día más. Más burocracia y más impuesta. No conseguía entender porqué. Precisamente un papeleo que debería depender directamente de mí, tenía que manosearse tanto y por tantos como para desgastarlo y convertirlo casi en invisible. En imposible.

Y es que espesante era la situación en sí misma. Tierras movedizas de supervisiones duplicadas. O triplicadas. Que no deberían ni de plantearse, pero se plantean. Porque el sistema parte de la base de que los profesionales y especialistas que estamos en consultas y consultorios y que a diario cuidamos, valoramos y tratamos a nuestros pacientes, que los visitamos en sus casas y conocemos los entresijos de esas personas más allá de la medicina no somos “suficiente(s)” para considerar oportunos algunos tratamientos.

Desconfianzas gratuítas y obsoletas. De ahorros sin sentido en prescripciones prudentes. Ni que la gente quisiera que le recetaran un espesante para hacer flanes.


5 comentarios:

  1. Me encanta como de una situación kafquiana has conseguido un magnifico relato

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  2. Tenemos un personal sanitario magníficamente formado. Su tiempo y recursos han empleado en ello. Por eso sorprende que tanta inversión se frene por la falta de criterio de un administrativo -tampoco se le exige esa preparación, ni falta que le hace-, puesto ahí por un sistema pensado con las posaderas.
    De todos modos, algo bueno sale de todo esto, tu sugerente forma de contarlo.
    No sé si a Juan y a sus cuidadoras les sirve de consuelo. Me temo que no.

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  3. Siempre pienso que no tenemos suficiente coraje para reivindicar lo justo, pero a la vez recuerdo a las sociedades científicas que nos representan peleando y cobrando por el portfolio, la ECOE y demás temas al parecer importantísimos (como si los profesionales o los pacientes saliesen ganando)
    Como dice Gérvas, que pena...

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  4. Animo!! No te desgastes. Pase por una situacion similar hace años con un anciano con ITU resistente a todo menos a gentamicina IV , como es de uso hospitalario , temine hablando directamente con el farmaceutico de la gerencia que tenia que firmar el visado, y hizo el mismo razonamiento que tenia que ser prescrito por un especialista de especialistas, y con el antibiograma y todo, al final lo firmo la microbiologa del laboratorio de analisis que no tenia ni idea de clinica , pero era especialista y " compañera " de la hija del paciente que a su vez era la enfermera que hacia las extracciones....

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  5. una vergúenza burocratica

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