- Hace falta el informe del Especialista....Ay, no, si ya está firmado por un Especialista...-
- Claro, desde el 25 de Enero está firmado por mí que soy su Médico, Médico Especialista en Medicina Familiar y Comunitaria, como dice el informe.-
- Ay, no. Pero eso no vale, tiene que ser un “Especialista de Especialidad”-
- … -
Preferí callar (y otorgar). En parte.
En parte cobardía, en parte cansancio de llevar un mes chocándome
contra la misma pared. Harta de llevar toda la mañana saliente de guardia subiendo y
bajando pisos de la gerencia tratando de saltar el maldito muro de la
burocracia inútil. Y pensé, por consolarme, en lo que iba a escribir gracias a esa
situación absurda, a ese diálogo de besugos. A ese sin sentido. Por eso me mordí la lengua. A fin
de cuentas no dependía de esa administrativa que las cosas
cambiaran.
El día de antes de la fecha de mi
informe médico, hacía ya un mes, habíamos ido a casa a ver a
Manuela. Le dolía mucho la espalda y no había nada que se lo
pudiera quitar. No podía salir de casa. Juan no podía estar solo,
cada día estaba peor. Cada día estaba menos.
Se subió el jersey y la combinación
después de aflojarse la falda. Le dolía mucho, con cualquier
movimiento, con cualquier palpación. Su preocupación no era el
dolor. Era no poder seguir ayudando a asear a Juan, a meterlo en la
cama o a cambiarle el pañal. No le gustaba molestar. Aunque sus
hijas y sus nueras se distribuían bien las tareas, ella se resistía
a que el dolor le impidiera seguir a la cabeza de la organización de
la casa. El dolor también era en parte de alma.
Quería hacerse una radiografía. “Para
ver lo que tengo”. Y es que es difícil explicar y entender que lo
que tiene uno son los años.
Charlamos un rato, de pie en el salón
de su casa. Traté de explicarle que la radiografía no quitaría el
dolor. Que podíamos intentar medicinas diferentes a las que tomaba y
que debía dejarse ayudar por sus hijas sin dejar de formar parte del
cuidado de su marido y de las cosas de la casa, tarea de la que a sus
82 años aún no se había jubilado. Ni quería.
Me apoyé en la mesa para hacer la
receta. De momento esperaríamos un poco a la radiografía. El faldón
desprendía el calor del brasero y se agradecía. Hacía frío en el
pueblo.
Con el rabillo del ojo noté que Juan,
sentado en el sillón, se movía por primera vez desde que habíamos
llegado Isabel, la enfermera, y yo. Lo miré buscando interaccionar
con él a pesar de esa cara sin rostro, esa mirada que no veía y esa
postura más de objeto que de persona.
Estaba rojo. Rojo intenso. Y los ojos,
grandes, miraban. Y veían. Y tenían miedo. Y pedían ayuda. A penas
podía moverse. Sus músculos no respondían. La tos, atrapada en su
interior lo iba poniendo cada vez más rojo. Cada vez más asustado.
Al mismo tiempo, miré a la mesa.
Delante de Juan había un vaso pequeño con agua. La baba salía por
rebosamiento de la congestión de su cara y los ojos, cada vez más
saltones, que nos buscaban.
La enfermera, que estaba al lado suyo,
lo echó hacia delante y comenzó a golpearle la espalda. Como un
coche sin batería, no acababa de arrancar.
Su cuerpo no respondía, aunque sentía
que se ahogaba. Encogía los hombros en busca de la tos que no
existía y el agua seguía danzando en una zona prohibida.
Su nuera lloraba inmóvil a mi lado, Manuela se agarraba a la mesa y lo miraba fijamente. La enfermera lo
zarandeaba y golpeaba en la espalda con insistencia.
Se quedó callado. Nos temimos lo peor.
Se echó hacia atrás y se apoyó en el sofá. Después de una pausa
breve, respiró profundo y recuperó el aliento. Masculló más que
palabras la saliva y los restos de agua y volvió a su mirar sin ver
y a su rostro sin gesto. Después de su suspiro, vino el nuestro.
Había pasado.
Había pasado esta vez. Su nuera me
dijo que le ocurria mucho y que se agobiaban cada vez más. Que en
una de esas se iba a quedar pero, de las pocas palabras que ya salían
de su boca, la más persistente era la de “agua” y les daba mucha
pena quitársela.
Hablamos de las gelatinas y su
beneficio a la hora de dar sensación de humedad como el agua pero
con la consistencia suficiente como para evitar malos tragos como el
que habíamos presenciado hacía un momento. Juan ya no podría beber
más agua.
Para las comidas no estaba teniendo
mucho problema pero cada día que pasaba se cansaba más masticando y
habían empezado a hacerle la mayor parte de las comidas en puré.
Era buena idea, mantendríamos una alimentación completa y
facilitaríamos que la tomara sin agotarse. Cada día estaba más
consumido, cada día era más piel y hueso. Aunque el apetito no lo
había perdido.
Les expliqué que existían unos polvos
que espesaban los alimentos, sobretodo la parte líquida. Visto lo
visto, había que tener cuidado. El cuerpo de Juan había perdido
muchas facultades desde que se le diagnosticó del deterioro
cognitivo, tragar era una de ellas y podía poner en riesgo su vida.
Quedé con su nuera en que pasara por
la consulta. Hacía falta el visado de inspección para la primera
receta.
Durante mi formación como Médico
Residente, había visto a pacientes como Juan, deteriorados cognitiva
y progresivamente en el hospital y muchas de las soluciones que yo
les ofrecía venían de mis meses de rotación en Geriatría. Quizá
junto con Cuidados Paliativos una de las rotaciones hospitalarias más
productivas de cara a los problemas que, ya como adjunta, me estaba
teniendo que enfrentar en el día a día de los pueblos. Pueblos
envejecidos y en los que me estaba sorprendiendo con los grandes y
buenos cuidadores, sin necesidad diplomas, que había. Hijos, nueras o
sobrinas. Incluso vecinas.
Por todo esto, no acababa de
entenderlo. No acababa de entender porqué después de cuatro años
de formación y rotaciones en prácticamente todas las especialidades
de un hospital, una prescripción y un visado tenía que hacerme
sentir “de segunda”. Porqué aún teniéndolo todo a mi favor, resultaba tan difícil.
No acababa de entender que, aún
teniendo la sensación de una batalla ganada por quien vino detrás
de nosotros y peleó por el reconocimiento de la Especialidad de la
Medicina de Familia, aún pensando que la figura del Médico de
Familia se estaba separando de la de “médico recetador” y
nuestra palabra iba ganándose el respeto que merecía, había que
seguir pegándose contra la misma pared. La pared de no poder
resolver las cosas por no ser “especialista”. Aún siéndolo.
Mi cabeza no paraba de dar vueltas
mientras llegaba el ascensor a la planta baja de la gerencia:
-¿De
qué sirven entonces los cuatro años de residencia? ¿Cómo mejora
la calidad de mi asistencia a la población si, aún sabiendo cómo
abordar los problemas, mi práctica clínica no deja de depender de
un señor sentado en un despacho frente a un ordenador que ni conoce
al paciente ni forma parte (más bien estorba) de su abordaje
Familiar y Comunitario?-
Y mientras esperaba y reesperaba en mi
dia libre en aquella gerencia a que esa señora re-llenara el mismo
-el idéntico- formulario de nutrición transcribiendo el que yo
había enviado hacía un mes junto con un informe clínico detallado
y redactado por mí de la situación basal del paciente y del porqué
de la necesidad de ese espesante para evitar complicaciones, mi rabia
aumentaba por momentos. Y no dejaba de venirme a la cabeza la cara
roja y asustada de Juan. Y lo bien que lo cuidaban sus hijas y sus
nueras. Y lo clara que era la decisión. Y lo poco que entendía esa
pérdida de tiempo. Un maldito mes.
Cuando precisamente cosas así son las
que menos me gustan del día a día de mi trabajo y las tengo que
hacer por narices. Los justificantes. Los partes de baja. Los
informes para el balneario. La receta electrónica. La burocracia
impuesta en las consultas de Atención primaria. Y cada día más.
Más burocracia y más impuesta. No conseguía entender porqué.
Precisamente un papeleo que debería depender directamente de mí,
tenía que manosearse tanto y por tantos como para desgastarlo y
convertirlo casi en invisible. En imposible.
Y es que espesante era la situación en
sí misma. Tierras movedizas de supervisiones duplicadas. O
triplicadas. Que no deberían ni de plantearse, pero se plantean.
Porque el sistema parte de la base de que los profesionales y
especialistas que estamos en consultas y consultorios y que a diario
cuidamos, valoramos y tratamos a nuestros pacientes, que los
visitamos en sus casas y conocemos los entresijos de esas personas
más allá de la medicina no somos “suficiente(s)” para
considerar oportunos algunos tratamientos.
Desconfianzas gratuítas y obsoletas.
De ahorros sin sentido en prescripciones prudentes. Ni que la gente
quisiera que le recetaran un espesante para hacer flanes.